lunes, 11 de octubre de 2010

En busca de Bolívar II



SIMÓN BOLÍVAR LÍDER DE LATINOAMÉRICA







Por: William Ospina*
7 Ago 2010 - 5:30 pm
Miranda había gastado su vida creyendo que la libertad de su América la harían los acuerdos políticos: Bolívar sentía ya que esa libertad sólo la alcanzaría la lucha de los pueblos, y que sus protagonistas no serían ministros y diplomáticos sino esos mestizos y esos zambos del morichal y de la ciénaga que parecían apenas emerger de la tierra como criaturas adánicas, sin costumbres civiles, a los que les tocaría aprender en la lucha lo que merece un ser humano y sobre todo lo que merece un ciudadano. Miranda soñaba con la libertad de América, pero tenía el alma para siempre en Europa.
Y también acabamos descubriendo que, meses después, cuando, sin duda con las mejores intenciones, Miranda firmó el armisticio con los españoles, estaba de verdad abandonando una lucha que ya comprometía a millones de seres, y que, gracias a ese abandono, los dominadores no sólo perpetuarían su poder sino que lo harían de un modo cada vez más humillante.
Sí, Bolívar habría podido permitirle que se embarcara y se fuera al exilio, pero para eso tendría que ser jefe de algo, y en ese momento no era más que un comandante derrotado que castigaba en el último instante lo que él consideraba una traición. Él mismo no tenía segura la cabeza y no tenía futuro alguno: allí sólo obraba su indignación: el sentimiento de que su maestro e inspirador se había mostrado capaz, en un arrebato de dignidad o de exasperación, de arrojar por la borda la lucha de todo un pueblo. Miranda había sido nombrado jefe pero al parecer se creía dueño de la revolución; creyó que podía entregarla sin consultar siquiera con sus hombres. Hay que decir más bien que en ese momento, uno de los más terribles de su vida, hundido en la desesperación de haber perdido el fuerte de Puerto Cabello y desgarrado por la urgencia de recuperar el terreno perdido, Bolívar, quien tiene fama de hombre impulsivo y a veces colérico, pudo haber disparado a la cabeza del jefe que abandonaba la lucha, y más bien tuvo la contención de exigir que se le hiciera un juicio, esperando, eso sí, que fuera fusilado. Los españoles no le dieron tiempo de cumplir ese rito legal: en confusas circunstancias se apoderaron de Miranda, y, al reducirlo a prisión, demostraron cuán torpemente éste se había equivocado al confiar en ellos.
Dos semanas después, mientras Miranda comenzaba su cautiverio final, trágico y sombrío, Bolívar, por intercesión de su amigo el español Iturbe, estaba a punto de recibir de Monteverde un pasaporte que le permitiría salir del país y sobrevivir al naufragio de la Primera República, y fue en ese momento cuando el español dijo que el pasaporte se le concedía por los servicios prestados al rey de España, al entregarles al jefe de la revolución. Bolívar sintió un escalofrío. Aunque era lo que menos le convenía, alzó su voz para decir: “Yo no arresté a Miranda para prestar un servicio al rey, sino para castigarle por haber traicionado a su país”.
Todo estaba dicho. El funcionario, que ya le extendía el pasaporte, lo retuvo de nuevo, pensando seguramente que a aquel hombre más bien había que llevarlo a acompañar al otro en la cárcel. Entonces la estrella que tantas veces salvaría a Bolívar a lo largo de una vida de peligros incesantes, la misma estrella que lo retuvo en Jamaica en una casa deshabitada mientras cerca de allí un proveedor de sus tropas era asesinado en su hamaca; la misma estrella que lo recibió en Cartagena en 1812 cuando era nadie, como Ulises; la misma que lo alumbró en Mompox, y lo llevó en dos semanas a duplicar su tropa; la misma que le dio barcos y pertrechos en Haití cuando era un desterrado lleno sólo de delirios; la misma que le propuso locamente, ya con el llano libre, cruzar la cordillera impracticable y dar un golpe inesperado a los españoles en Boyacá; la misma que alumbró su diálogo a puerta cerrada con el jefe de los ejércitos del Sur en Guayaquil; la misma que arrojó a su paso una corona de flores o de hojas de laurel desde un balcón de Quito; la misma que con el rostro del amor le abrió la ventana al frío de septiembre para que escapara a los puñales de sus amigos, en ese momento iluminó a Iturbe para decirle al general Monteverde: “No le haga caso a este calavera, y dele el pasaporte para que se vaya de una vez”.
* Poeta y novelista tolimense, columnista de El Espectador, ganador del Premio RómuloGallegos 2009 por ‘El país de la canela’ (Editorial Norma).
William Ospina* / Especial para El Espectador | EL ESPECTADOR